Allá en una humilde vivienda de estrato medio, asentada en el barrio
meridiano 70, unos de los populosos sectores de la ciudad de Arauca,
vive doña Rosa Carmona, doña «rosita» como cariñosamente la llaman sus
amigos; una antigua partera considerada la comadrona de casi media
Arauca. Con mirada lánguida pero con voz segura expresa las realidades y
vicisitudes del humilde oficio, y hace un esfuerzo por recapitular
aquellas andanza que marcaron el inicio de su profesión cuando en lomos
de un burro sillonero y con escasos 21 años de edad, trochó los caminos
de la vereda de Ele, jurisdicción del Municipio de Arauca, para atender
el primer trabajo de parto. – ¡Ay hijito! – exclama – yo
no recuerdo la fecha ni el nombre de la mujer, pero sí recuerdo que el
parto era complicado ya que el niño estaba muerto y venia de pie. Cierra
los ojos y en cuestión de segundos se sumerge en aquellos momentos
gratos cuando un trabajo de parto salía bien, pero doloroso cuando un
padre de familia se colgaba de sus brazos implorando que le calmara el
dolor a su compañera. –Haga lo que sea mama Rosa, pero no deje que mi mujer se muera – Comenta. Y
es que doña «Rosita» se siente privilegiada por el padre de las alturas
puesto que en los 61 años que dedico al arte de ayudar a parir, nunca
vio morir a una parturienta, siempre tuvo respuesta para un parto
complicado. – Yo le aprendí todos los secreticos y truquitos
a mi abuelita; yo era niña cuando ella me ponía a que la acompañara y a
lo que me mandaba yo iba calladita guardando todo en mi mente. –dice. Muchas
comadronas aplicaban el poder de las plantas medicinales y uno que otro
secreto fuera de lo común, y según «Rosita», cuando una madre no tenía
fuerza para parir, hervía el hueso central de la Columba del temblador
(anguila acuática que emite electricidad), para que recobrara aliento y
se diera el paritorio normal. – Era rápido que parían hijito – asegura.
La técnica fue producto de su imaginación y dice que le ayudo en esos
momentos difíciles, cuando la muerte parecía arrebatarle a una
parturienta de sus manos. – Recuerdo que atendí un caso de
una mujer con el niño muerto y estaba desmallada por completo; el esposo
que se llamaba Ramón, me decía que sacara a la criatura con un gancho o
con lo que fuera pero que le calmara el sufrimiento a la mujer y no se
la dejara morir; le di a beber el agua del hueso de «temblador» y antes
de la media hora el niño estaba afuera –
expresa la anciana con una leve sonrisa que acaricia su acanalado rostro
como revalidando la efectividad de su experimentado invento.
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