domingo, 16 de diciembre de 2012

Llaneridad asunto de todos.


Por Ivan Ducuara Parales



“Ah llano cuando era llano”. Sentencia una frase muy conocida del folclor llanero. Se interpreta como una vocación del pasado y las vivencias del llanero, su identidad y su cultura. La historia de los Llanos Orientales Colombianos es tan rica como su inmensidad y tan variada como su fauna. En sus orígenes documentados los llanos eran habitados por indígena, antes de la colonización por los Jirayas, Betoyes, Guahibos, Tunebos, Guayupe, Sea, Churoya, Mitúa, Tama, Camonigua, Piapocos, Sáliba, y Chiricoa entre otras.
Este antecedente étnico es el primer elemento que, junto a la ocupación Jesuita y la parte que dejaron diferentes sangres a través de alemanes y españoles en tiempos de la conquista y la colonia y más adelante por algunas familias venezolanas, fundió en el crisol de las razas. Aquí surgió el llanero como habitante de la planicie llana; con costumbres seculares muy empapadas de los trabajos que tienen que ver con el ganado vacuno y caballar. Y muy arraigado al entorno faunístico y exuberante flora. Es a esta expresión y su contexto histórico, cultural, humano y tradicional lo que conocemos como llaneridad.

Con la aceptación que se debe tener por la evolución de las cosas y el influjo de otras culturas que van matizando las costumbres con elementos que no corresponden, debemos responsablemente, todos los que nos creemos llaneros o sus descendientes, conservar y rescatar la idiosincrasia. Junto con ello todo ese cumulo de valores y de costumbres que la identifican. Eso no se puede perder en la maraña del tiempo y deben ser transmitidos de generación en generación en procura de conservar la identidad a través de los años, lustros, décadas y ojalá siglos.

El llanero, hombre curtido, trabajado y vivas lo identifica su música alegre y recia que suena en los arpegios de su mundo, con vibrantes zapateos en su baile y mujeres adornadas de riqueza floral endémica; bella y morena como la luna de sus noches, impregnados del olor a la hierba seca. Su destreza es ceñida por los largos veranos pero igualmente relajado y tranquilo por el arte de los duros inviernos. Ese es el llanero autentico. El que por razones de su oficio hacía grandes travesías montado sobre su leal amigo: el caballo, arriando junto a sus camaradas, de igual condición, grandes revaños de ganado hasta los sitios de mercado. En ese recorrido enfrenta caños y esteros, con valentía y tranquiliza con sus cantos de vaquería el brío de toros, mautes, vacas y novillas, evitando quizá una necia estampida que el nervio natural del ganado podría iniciar. También tranquiliza su propia alma pues ha dejado atrás su familia, y fundo, por unos cuantos meses.
Y qué no decir el llanero de familia, el que brega con la tierra: el que siembre y cosecha, el que construye su casa con medios que su entorno le dispensa: madera, hoja de palma de moriche, el que amasa el barro con boñiga y paja para los muros. El llanero que cría y educa sus hijos tratando de afianzar sus costumbres; el que cogiendo una res por la cola para tumbarla y “guayuquiarla” e inmovilizarla. El mismo: el del sombrero raído y callosidades en las manos que se acuesta tan temprano para levantarse tan temprano anticipando sus faenas.

Este llanero ha evolucionado también según la constante de la modernidad. Sin embargo debe transmitir, sin menoscabo de la evolución normal de los hechos, la naturaleza de su entorno y su historia local. Hoy tenemos un fundo que brilla a lo lejos por el zinc de sus techos, como un espejo de añoranza desdibujando la bastedad de las sabanas y el reflejo lejano de los rebaños en sus pasturas. Sus corrales formateados con cemento dejando a tras los de palo a pique, una motocicleta en la caballeriza y unos equinos acaso esperando la montura y rienda y unos estribos a la expectativa ser templados por su amo.

El desplazamiento de la ganadería extensiva por la agricultura de maquinas como lo son la del arroz, palma de aceite, soya y caña de azúcar, en un futuro próximo para producir alcoholes carburantes, han configurado una nueva cultura en el llanero. Sus raíces no son profundas y arraigadas, invito hacer una reflexión y de alguna manera descubrir una estrategia para que el fundamento raizal del llanero no quede escondido en laos recovecos del olvido. Su gastronomía, su música y sus recios bailes deben permanecer intactos con el paso del tiempo.

Nuestra típica “mamona”, llamada así porque es un ejemplar menor de un año, preferiblemente hembra, que aún mama de su madre: es considerada una exquisitez y su peculiar forma de asado por el corte de sus presas, hace deleitar sobradamente el gusto de los comensales. La carne es puesta prudentemente a distancia del juego y es aliñada única y exclusivamente con sal. Dentro de esa tenemos la ´Osa o parte que comprende el cogote, la  papada, la mandíbula y lengua, cortado de arriba hacia debajo de tal manera que se vaya descolgando la presa. Los tembladores son la carne del pecho que se sacan en tiras largas. La raya comprende los cuartos traseros, que cortados desde la parte superior (ancas) incluye la cola y parte de los muslos semejando el pez raya. La garza es solamente la “ubre”. A demás y ya sin piel se extraen las costillas. La pulpas y en algunos casos el muy popular “entreverao·” Una miscelánea de viseras envueltas con la telilla grasa que cubre la parte baja del estomago del animal. Sobre la llaneridad hay mucha tela por cortar. Es importante hablar, aportar y dicutir en torno a este concepto. Sería interesante recibir contribuciones y eruditos y conocedores del tema; unidos al aporte de nuestros mayores, antes que ellos encumbren su destino y su conocimiento sea transmitido.

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