“voy a echa una travesía por los llanos araucanos,
sobre la parte oriental por donde soy más baquiano, a pasear esos caminos que
se me están olvidando, voy a hacerle una visita a los campos que me criaron, al
monte y la costa del río donde yo vivía pescando, porque de pronto me muero y vuelvo a
visitarlos”. ¡Tiempos que no vuelven! Versos sabaneros de la autoría del
cantautor Juan Fernando Farfán, inspirado en las travesías de los senderos araucanos
durante su niñez y adolescencia. “Recordar es vivir” reza el viejo adagio. Nada
mejor que volver la mirada al pasado y palpar aquellos recuerdos que jamás retornaran,
pero que implícitos en la memoria, marcan huellas de herradura en lo profundo
del corazón, como acariciando una compañía hasta el fin de nuestra existencia.
Los tiempos buenos se
acaban
Y si vuelven no los
quiero
Porque los tiempos de
ahora
No son como los
primeros.
Tiempos bonitos que se perdieron para siempre – dice
Ramón Guerrero -llanero araucano, que recuerda con nostalgia las calles
polvorientas de aquella vieja Arauca cuando los llaneros de acaballo cuando
llegaban de la sabana con la maletera y el pollero en ancas de la bestia en
busca de la posada. –Éramos dueños de unas costumbres ricas y sanas –asegura
Guerrero.
El llanero
aprovechaba las salidas al pueblo para descansar de las duras faenas del campo y
propiciaba un espacio de diversión junto a sus amigos. Los bares y cantinas de
la época eran sitios concurridos por el sabanero deseoso de unas cuantas
cervezas frías o unos buenos palos de miche (tragos de aguardiente). Alrededor
de los establecimientos oscurecían y amanecían los caballos amarrados a los
arboles, mientras al interior se oía la estruendosa bulla de un grupo de amigos
coligados a los efectos del alcohol, y un desentonado toca discos (tornamesa)
por falta de pilas ó desgaste en la aguja, pero que no dejaba de repasar los LP
de Dámaso Figueredo, Jesús Moreno, Juan de los Santos Contreras (el carrao de
palmarito), Jesús Quintero (el tigre de mata negra), Ángel Custodio Loyola, por
citar algunos artistas de aquella época. Cual más quería sostener un corto romance
con la cantinera.
Muchos regresaban sin una bolsa de pan para
sus hijos -dice Guerrero -porque
gastaban la plata en los bares de la 27, cantinas de moda como la Ilva Jiménez, ó la de Eva Uyaba, dueña
de la cantina el paraíso, nombre que le dio su esposo don Gerardo Blanco en
honor a su esposa “Eva”. Las destapadas calles lucían tranquilas sin vestigio
de peligro alguno, de manera que el desprevenido borracho transitaba durante la
noche sin temor a robos o asaltos callejeros; en caso de presentarse un intento
de atraco, los vecinos dispersaban al ladrón. -La gente moría por enfermedades
naturales, mas no por robo o secuestro, mucho menos por la ideología política de
los partidos o grupos de izquierda - Agrega.
- (…) Esas épocas pasaron, no dejaron ni las huellas
Me acuerdo cuando en el patio, echaba cuentos mi abuela
La carne la regalaban, el queso de igual manera
Mira que todo ha cambiado, da lástima y causa pena
Que un pueblo después de rico, esté hundido en la miseria
(…)
Hace muchos años – cuenta Santos Azuaje -llanero
hábil en faenas de vaquerías –se cruzaban los caminos sin linderos y no había
cercas o alambrados que detuvieran la marcha del caminante porque los lienzos
de sabana eran comunales donde pasteaban los ganados del vecindario. Eran
caminos de lejano rumbo, pero a la vez dominados por la sabiduría del llanero
que sin conocer la ruta iba seguro a su destino –dice. En las pesadas noches
oscuras, época de invierno, el baqueano se alumbraba con la luz del rápido
relámpago que anunciaba rayos y tempestades. Al llanero no le importaba el
peligro con tal montara un buen caballo, cargara una buena manta (ruana), y buena
mascada de chimo en la boca para ahuyentar el frio. En una mis andanzas –señala
Azuaje -recuerdo que con otros llaneros trajimos un lote de caballos para
colear en las fiestas de Arauca, entre ellos uno rucio (blanco) del hierro la bandera
del fundo el bogante de propiedad de Marcos Parales. El caballo tenía fama por lo buena rienda y
corredor como muy pocos caballos en el llano; no necesitaba látigo y no hubo
caballo que le pusiera la pata (que le igualara), por lo tanto era muy nombrado
en boca de los llaneros. En una de aquellas tardes, ya en el coleo –relata
Azuaje –la manga estaba repleta de gente, de manera que no se podía transitar
por el centro y por los costados. Las casetas Macando y Mat´ecaña ubicadas
donde está el bloque de la Alcaldía y los antiguos fondos, contagiaban al
pueblo de alegría con los éxitos de moda; cual mas bailaba y se echaba unas
cuantas cervezas frías. Alrededor se ubicaban otras casetas pequeñas donde se tomaba
miche (aguardiente) por garrafa y se miraba el montón de llaneros sentados con
el cabrestro (cabestro) en la mano, ó pisado con el pie para que el caballo no
se fuera con la silla –recuerda Azuaje. El pueblo quería divertirse con los toros
coleados. Minutos antes del inicio los coleadores desfilaron por el centro de
la improvisada manga de guadua, amarrada con bejuco. En medio de gritos y
aplausos el público le dio la bienvenida al grupo de llaneros, entre ellos
Hernán Duque Cisneros, hombre llanero por demás –agrega –que montaba el caballo
rucio (blanco) famoso, que hacía tres días habíamos traído del fundo el bogante.
Los primeros turnos despertaron la alegría del pueblo por las coleadas del “loco
Rubén Camejo”, los campanazos de Simón Sánchez y Manuel Camaza, quienes
ondeaban cintas multicolores sobre sus hombros, impuestas por las candidatas del
pueblo en honor a las espectaculares coleadas. – Debo anotar –expresa Azuaje –que
los antiguos coleadores eran llaneros fuertes y de envergadura; de aquellos que
coleaban a pulso, con estilo y elegancia; provocaba ver un coleo con llaneros
de la estirpe de Humberto Cedeño (charro negro), Luciano Zambrano (el gago
Luciano), Antonio Ataya (musiú Ataya) padre de los Ataya, Simón Tovar Sánchez,
Manuel Camaza y muchos coleadores buenos que dejaron huellas en la historia del
coleo en Arauca; los caballos eran criollos con sobrado brío y salían delante del
toro cuando abrían la puerta del coso; no necesitaban látigo, así como los de
ahora que mantienen con la panza roja de la sangre que vierten por los chuzadas
de la espuela.
– La verdad –continua Azuaje –aquella tarde no
vi al toro que le soltaron a Hernán Duque, jinete del famoso caballo rucio
(blanco), favorito para ganarse el
campeonato debido a su estilo y buen porte de coleador. No se habían corrido
los primeros cincuenta metros de la manga cuando toro, caballo y jinete cayeron
al suelo porque el toro se trastorno en la carrera. La manga quedo en silencio
al ver que el diestro coleador fue conducido al hospital San Vicente inconsciente
del golpe. Muchos amigos rodearon las instalaciones del hospital esperando el parte
médico que minutos después informó sobre la muerte de Duque. Hombres y mujeres lloraron
la muerte de Hernán, sobre todo aquellos llaneros que fuimos sus amigos.
Así concluye
este breve relato contado por mis amigos Ramón Guerrero y Santos Azuaje, llaneros
que dejaron huellas en los caminos del llano colombo venezolano y que
difícilmente volverán a repasar, imposibilitados por la vejez y resignados a vivir
en la ciudad. Son tiempos que no vuelven. Todo surgió una mañana lluviosa
cuando en la casa Guerrero departíamos un tinto para la ocasión y desde luego
no faltaron las historias y relatos, típico aquello en los conversatorios
llaneros.
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