El oficio de hablar
Locutor ó locutora son los que se ganan la vida hablando
por los micrófonos. Los que cada día tienen miles de orejas pendientes de sus
labios. Los locos maravillosos y exasperantes que habitan en las cabinas
desordenadas de nuestras radios.
Podemos distinguir mil variedades: locutores
informativos, conductoras de revistas, entrevistadores, corresponsales,
comentaristas deportivos, actores y narradoras de dramas, presentadores de
actos… Y los más abundantes, los animadores y animadoras musicales, también
conocidos como discjockeys o
pone-discos
Muchos aspirantes a este oficio de la palabra,
sugestionados por alguna publicidad, se matriculan en cursos caros donde, a parte
del dinero, gastan tiempo y paciencia en un entrenamiento que, por decir lo
menos, resulta incompleto. Emplean horas y horas ejercitando la voz,
impostándola. Piensan que en un par de meses, tras esa gimnasia de pulmones,
podrán graduarse como locutores. Como si un carpintero lo fuera por haber
aceitado el serrucho. Como si el auto hiciera al chofer o el hilo a la
costurera.
Ciertamente, la voz, como a un niño, hay que
educarla. Todo el aprendizaje para saber colocarla, para subir y bajar tonos,
para aprovechar la caja de resonancia de nuestras fosas nasales, para saber
respirar y controlar el aire, es bueno. Es magnífico. Lo malo es creerse que,
al cabo de estas prácticas, ya somos locutores.
En
el mercado se encuentran manuales compuestos por páginas y más páginas, capítulos enteros que hablan
del diafragma, de la laringe, de la glotis y la epiglotis, del aparato fonador…
Y después, ¿qué? ¿Será eso lo fundamental de la locución?
Como suele ocurrir, los medios se volvieron fines.
La radio empezó a cotizar las voces elegantes, redondas, completas. Voces
profundas para los hombres, cristalinas para las mujeres. El que no sacaba un
trueno del galillo, no servía para locutor. La que no exhibía un ruiseñor en la
garganta, no servía para locutora. Y como la mayoría de los mortales tenemos
una voz común, mediana, quedamos descalificados. Sólo unos pocos afortunados de
las cuerdas vocales lograron hablar por el micrófono.
Igual que en la televisión, cuando oímos por la
radio esas voces tan divinas, tan aterciopeladas, quedamos embelesados, y quién sabe si
hasta humillados por ellas. Las admiramos como el enclenque al fisioculturista,
como la entradita en carnes a la modelo de pasarela. Y esa fascinación no hace
más que reforzar el viejo prejuicio: la palabra es un privilegio de los
grandes, de las bellas, de los personajes importantes. Como si no pudiéramos.
No todo el que muestra un vozarrón es un líder de
opinión o el que arrastra gente. Cuando conversamos con alguien, no nos fijamos
tanto en su voz, sino en lo que dice y en la gracia con que lo dice.
Por eso en la radio democrática todas las voces son
bienvenidas. El asunto es saber acomodarlas en el formato indicado. Por
ejemplo: una voz aniñada, que puede ser muy útil para actuar en una novela, no
pega para leer un editorial; una voz muy gruesa no sonará bien conduciendo el
espacio juvenil y una voz dormida no pega en una narración deportiva. Cada
pájaro en su rama y cada voz en su formato.
Entonces, ¿cualquiera puede ser locutor o locutora?
Casi cualquiera. Si atendemos al funcionamiento de las cuerdas vocales, nueve
de cada diez personas sirven para locutores. Y ocho de cada nueve —los que
tenemos una voz común— estamos en mejores condiciones que aquellos pocos
superdotados para establecer una relación de igual a igual con la gran mayoría
de la audiencia, que habla tan comúnmente como nosotros.
Una emisora moderna no necesita voces perfectas por la sencilla
razón de que sus oyentes tampoco las tienen. En nuestros micrófonos, más que
estrellas admirables, necesitamos amigos y amigas queridos por la audiencia. Los
locutores con mayor puntaje no son los que gozan de excepcionales laringes, lo que
cuenta a favor del público es un buen cerebro, una mejor palabra y un óptimo
corazón. Quien
tenga linda voz, que la aproveche, pero por ello no llegará a ser ben locutor.
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